Un día como hoy en 1799:
Muere el Gral. George Washington, presidente estadounidense.
Pensamientos de George Washington:
“Es imposible gobernar rectamente al mundo sin Dios y sin la Biblia”
“Espero tener siempre suficiente firmeza y virtud para conservar lo que considero que es el más envidiable de todos los títulos: el carácter de hombre honrado”.
George Washington y el cerezo...
Adaptación de un texto de J. Berg Esenwein
y Marietta Stockard
La anécdota de la tala del cerezo es muy famosa en los Estados Unidos. Se publicó por primera vez en 1806, en la quinta edición de la imaginativa biografía de Washington redactada por Mason Lock Weems. He aquí una versión de principios del siglo veinte.
Cuando George Washington era niño vivía en una granja de Virginia. Su padre le enseñó a cabalgar, y solía llevar al joven George por la granja para que su hijo aprendiera a cuidar de los campos, los caballos y las reses.
El señor Washington había plantado un huerto de árboles frutales. Había manzanos, durazneros, perales, ciruelos y cerezos. Una vez le enviaron un bonito cerezo desde allende el océano, y el señor Washington lo plantó en la linde del huerto. Pidió a toda la gente de la granja que lo observara atentamente para cerciorarse de que no sufriera el menor daño.
Creció bien y una primavera se cubrió de capullos blancos. Al señor Washington le complacía saber que pronto tendría cerezas de ese árbol.
En esa época le dieron a George un hacha nueva y lustrosa. George se puso a hachar ramas, cercas, todo lo que encontraba. Al fin llegó a la linde del huerto, y pensando sólo en su magnífica hacha, asestó un golpe al pequeño cerezo. La corteza era tan blanda que George derribó el árbol, y luego continuó jugando.
Esa noche, cuando el señor Washington regresó de su inspección de la granja, envió el caballo al establo y fue hasta el huerto para mirar el cerezo. Se quedó atónito al ver que lo habían talado. ¿Quién se habría atrevido a hacer semejante cosa? Preguntó a todo el mundo, pero nadie le daba explicaciones. En ese momento pasó George.
-George -llamó su padre con voz colérica-, ¿sabes quién mató mi cerezo?
Era una pregunta difícil, y George titubeó un instante, pero pronto se recobró.
No puedo mentir, padre. Lo hice yo, con mi hacha.
El señor Washington miró a George. El niño estaba pálido, pero miraba al padre a los ojos.
-Entra en la casa, hijo -dijo severamente el señor Washington.
George fue a la biblioteca y aguardó a su padre. Estaba triste y avergonzado. Sabía que había sido necio y desconsiderado y que su padre tenía buenas razones para estar disgustado. Pronto el señor Washington entró en la habitación.
-Ven aquí, hijo mío.
George se acercó a su padre. El señor Washington lo miró de hito en hito.
-Dime, hijo, ¿por qué talaste el árbol?
-Yo estaba jugando y no pensé... -tartamudeó George.
-Y ahora el árbol morirá. Nunca nos dará cerezas. Pero, peor aún, no supiste cuidar de ese árbol cuando yo te había pedido que lo hicieras.
George agachó la cabeza, las mejillas rojas de vergüenza.
-Lo lamento, padre -dijo.
El señor Washington apoyó la mano en el hombro del hijo.
-Mírame -dijo-, lamento haber perdido el cerezo, pero me alegra que hayas tenido el valor de decir la verdad. Prefiero que seas franco y valiente a tener un huerto entero con los mejores árboles. Nunca lo olvides, hijo mío.
George Washington nunca lo olvidó. Hasta el final de su vida fue tan valiente y honorable como ese día de su infancia.
Adaptación de un texto de J. Berg Esenwein
y Marietta Stockard
La anécdota de la tala del cerezo es muy famosa en los Estados Unidos. Se publicó por primera vez en 1806, en la quinta edición de la imaginativa biografía de Washington redactada por Mason Lock Weems. He aquí una versión de principios del siglo veinte.
Cuando George Washington era niño vivía en una granja de Virginia. Su padre le enseñó a cabalgar, y solía llevar al joven George por la granja para que su hijo aprendiera a cuidar de los campos, los caballos y las reses.
El señor Washington había plantado un huerto de árboles frutales. Había manzanos, durazneros, perales, ciruelos y cerezos. Una vez le enviaron un bonito cerezo desde allende el océano, y el señor Washington lo plantó en la linde del huerto. Pidió a toda la gente de la granja que lo observara atentamente para cerciorarse de que no sufriera el menor daño.
Creció bien y una primavera se cubrió de capullos blancos. Al señor Washington le complacía saber que pronto tendría cerezas de ese árbol.
En esa época le dieron a George un hacha nueva y lustrosa. George se puso a hachar ramas, cercas, todo lo que encontraba. Al fin llegó a la linde del huerto, y pensando sólo en su magnífica hacha, asestó un golpe al pequeño cerezo. La corteza era tan blanda que George derribó el árbol, y luego continuó jugando.
Esa noche, cuando el señor Washington regresó de su inspección de la granja, envió el caballo al establo y fue hasta el huerto para mirar el cerezo. Se quedó atónito al ver que lo habían talado. ¿Quién se habría atrevido a hacer semejante cosa? Preguntó a todo el mundo, pero nadie le daba explicaciones. En ese momento pasó George.
-George -llamó su padre con voz colérica-, ¿sabes quién mató mi cerezo?
Era una pregunta difícil, y George titubeó un instante, pero pronto se recobró.
No puedo mentir, padre. Lo hice yo, con mi hacha.
El señor Washington miró a George. El niño estaba pálido, pero miraba al padre a los ojos.
-Entra en la casa, hijo -dijo severamente el señor Washington.
George fue a la biblioteca y aguardó a su padre. Estaba triste y avergonzado. Sabía que había sido necio y desconsiderado y que su padre tenía buenas razones para estar disgustado. Pronto el señor Washington entró en la habitación.
-Ven aquí, hijo mío.
George se acercó a su padre. El señor Washington lo miró de hito en hito.
-Dime, hijo, ¿por qué talaste el árbol?
-Yo estaba jugando y no pensé... -tartamudeó George.
-Y ahora el árbol morirá. Nunca nos dará cerezas. Pero, peor aún, no supiste cuidar de ese árbol cuando yo te había pedido que lo hicieras.
George agachó la cabeza, las mejillas rojas de vergüenza.
-Lo lamento, padre -dijo.
El señor Washington apoyó la mano en el hombro del hijo.
-Mírame -dijo-, lamento haber perdido el cerezo, pero me alegra que hayas tenido el valor de decir la verdad. Prefiero que seas franco y valiente a tener un huerto entero con los mejores árboles. Nunca lo olvides, hijo mío.
George Washington nunca lo olvidó. Hasta el final de su vida fue tan valiente y honorable como ese día de su infancia.
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