UN DIA COMO HOY...
En 1703, muere en París Charles Perrault, escritor
francés de estupendos cuentos infantiles recuperados de
la tradición oral en "Historias o cuentos del pasado"
publicado en 1697. Entre ellos destacan "Barba Azul",
"La Bella durmiente", "Cenicienta", "El Gato con Botas",
"Piel de Asno", "Pulgarcito" y "Caperucita Roja".
(Hace 310 años)
Pensamientos de Charles
Perrault...
"La honradez, tarde o
temprano alcanza su recompensa, y con frecuencia
se logra cuando en ella no se piensa".
"Mas ahora, aunque el
marido devorado esté por celos y tenga la barba
azul, o bien negro tenga el pelo, le domina la
mujer con la dulzura y talento".
"Cosa por demás sabida
es que el esperar no agrada, pero el que más se
apresura no es el que más trecho avanza, que
para hacer ciertas cosas se requiere tiempo y
calma".
"Levantose y huyó con
la ligereza de una corza, seguida del príncipe,
pero sin que pudiera alcanzarla, y en su fuga
perdió una de las chinelas de cristal, que el
hijo el rey recogió".
"Puedes decir con
certeza que lo amado es siempre bello, pues del
amor el destello a todo infunde belleza; añade
que la hermosura vale mucho, mas no tanto como
el ingenio; el encanto más precioso y que más
dura".
Érase una vez un pobre
leñador que estaba harto de la vida tan penosa que llevaba y solía decir que
tenía ganas de ir a reposar a los bordes del Aqueronte; porque veía que, en su
profundo dolor, jamás el Cielo cruel no había querido concederle ni uno de sus
deseos. Un día que se quejaba en el bosque, Júpiter, con el rayo en la mano, se
le apareció; difícilmente podría pintar el miedo que sobrecogió al buen hombre.
No quiero nada -exclamó, arrojándose al suelo-; no deseo nada, ni truenos ni
nada. Vamos a hablar, Señor, de igual a igual. Deja de temblar -le dijo
Júpiter-; vengo compadecido de tus quejas, para demostrarte que eres injusto en
tus quejas. Escucha. Yo te prometo, yo que soy el dueño soberano del mundo
entero, atender plenamente tus tres primeros deseos, los primeros que quieras
formular sobre cualquier cosa. Mira bien lo que pueda satisfacerte, y como tu
felicidad depende de tus votos, piénsalo bien antes de formular tus deseos. En
diciendo estas palabras, Júpiter ascendió a los Cielos, y el leñador, muy
contento, echándose el haz de leña a la espalda, emprendió el camino de regreso.
Nunca le pareció la carga menos pesada. No hay que obrar a la ligera -decía
trotando-. El caso es importante; hay que pedir consejo a la parienta. Cuando
entró bajo el techo de la cabaña la carga de helechos, le dijo: Fanchon, hagamos
un buen fuego y una buena comida; somos muy ricos. Y sólo necesitamos formular
nuestros deseos. Y allí, punto por punto, le cuenta todo lo sucedido. Al oír su
relato, la esposa, viva y presurosa, concibe mil proyectos en su mente; pero
considerando la importancia de conducirse con prudencia, le dice a su esposo:
Blas, amigo mío, para no cometer una tontería debido a nuestra impaciencia,
examinemos juntos lo que nos conviene hacer en una situación así.
Dejemos para mañana nuestro primer deseo y consultemos con la almohada. Estoy de acuerdo -dice el buen Blas-. Anda, vete y trae vino añejo. Cuando volvió con él, bebió y, saboreando cómodamente, cerca del fuego, aquel dulce reposo, dijo apoyándose en el respaldo de su silla: ¡Con estas brasas tan buenas, qué bien vendría una vara de morcilla! Apenas acabó de pronunciar estas palabras, que su mujer, muy asombrada, vio una larga morcilla que, saliendo de una esquina de la chimenea, se aproximaba a ella serpenteando. Al instante lanzó un grito; pero juzgando que esta aventura tenía por causa el deseo que, por pura torpeza, había formulado el imprudente de su marido, no hubo injuria, ni pulla, ni improperio que, hecha una furia, no dijera a su pobre marido. ¡Cuando se podría obtener un Imperio, oro, perlas, rubíes, diamantes, vestidos! ¿Y no se te ocurre desear más que una morcilla? Bueno, me he equivocado -dijo-. Mi elección ha sido desacertada. He cometido una gran falta; lo haré mejor la próxima vez. Bueno, bueno -repuso ella-. Espérame sentado. ¡Se necesita ser un animal para formular ese deseo! El esposo, más de una vez, llevado de la cólera, se sintió tentado de formular un deseo mudo. Y, dicho entre nosotros, habría sido lo mejor que hubiera podido hacer. Los hombres -se decía- hemos venido al mundo a padecer. ¡Maldita sea la morcilla, plegue a Dios, maldita pécora que se te quede colgada de la nariz! Esta súplica, al instante, fue escuchada por el Cielo y, apenas el marido profirió sus palabras, la vara de morcilla se quedó pegada a su nariz. Este prodigio imprevisto irritó muchísimo a Fanchon. Fanchon era bonita, muy graciosa, y a decir verdad este adorno en su nariz no hacía buen efecto, salvo que al colgarla sobre la boca la impedía hablar tranquilamente, lo cual era una ventaja para su esposo, tan grande que en aquel feliz momento pensó no desear más.
Ya podría, -pensaba para su adentros-, después de una desgracia tan terrible, con el deseo que me queda, convertirme de una vez en Rey. Desde luego, nada iguala la grandeza soberana, pero hay que pensar qué tristeza tendría la Reina cuando, al sentarse en su trono, se viera con la nariz más larga que una vara. Voy a ver qué dice y que decida ella si prefiere convertirse en una gran Princesa y conservar esa horrible nariz o quedarse de simple leñadora con la nariz corriente, como las demás personas, tal como la tenía antes de la desgracia. Al fin, la cosa bien examinada, aun sabiendo que el poder que proporciona el cetro y la corona y que cuando se está coronada siempre se tiene la nariz bien hecha, como no existe nada que posea la fuerza de agradar, ella prefirió conservar su cofia antes que hacerse Reina y ser fea. Así, pues, el leñador no cambió de estado, no se convirtió en un potentado, no llenó su bolsa de escudos, y fue feliz de emplear el deseo que le quedaba para volver a su mujer a su primitivo estado, débil felicidad, pobre recurso. Qué cierto es que los hombres miserables, ciegos, imprudentes y variables no deben formular deseo alguno, y qué pocos hay entre ellos que sean capaces de hacer buen uso de los dones que Dios les ha concedido...
Dejemos para mañana nuestro primer deseo y consultemos con la almohada. Estoy de acuerdo -dice el buen Blas-. Anda, vete y trae vino añejo. Cuando volvió con él, bebió y, saboreando cómodamente, cerca del fuego, aquel dulce reposo, dijo apoyándose en el respaldo de su silla: ¡Con estas brasas tan buenas, qué bien vendría una vara de morcilla! Apenas acabó de pronunciar estas palabras, que su mujer, muy asombrada, vio una larga morcilla que, saliendo de una esquina de la chimenea, se aproximaba a ella serpenteando. Al instante lanzó un grito; pero juzgando que esta aventura tenía por causa el deseo que, por pura torpeza, había formulado el imprudente de su marido, no hubo injuria, ni pulla, ni improperio que, hecha una furia, no dijera a su pobre marido. ¡Cuando se podría obtener un Imperio, oro, perlas, rubíes, diamantes, vestidos! ¿Y no se te ocurre desear más que una morcilla? Bueno, me he equivocado -dijo-. Mi elección ha sido desacertada. He cometido una gran falta; lo haré mejor la próxima vez. Bueno, bueno -repuso ella-. Espérame sentado. ¡Se necesita ser un animal para formular ese deseo! El esposo, más de una vez, llevado de la cólera, se sintió tentado de formular un deseo mudo. Y, dicho entre nosotros, habría sido lo mejor que hubiera podido hacer. Los hombres -se decía- hemos venido al mundo a padecer. ¡Maldita sea la morcilla, plegue a Dios, maldita pécora que se te quede colgada de la nariz! Esta súplica, al instante, fue escuchada por el Cielo y, apenas el marido profirió sus palabras, la vara de morcilla se quedó pegada a su nariz. Este prodigio imprevisto irritó muchísimo a Fanchon. Fanchon era bonita, muy graciosa, y a decir verdad este adorno en su nariz no hacía buen efecto, salvo que al colgarla sobre la boca la impedía hablar tranquilamente, lo cual era una ventaja para su esposo, tan grande que en aquel feliz momento pensó no desear más.
Ya podría, -pensaba para su adentros-, después de una desgracia tan terrible, con el deseo que me queda, convertirme de una vez en Rey. Desde luego, nada iguala la grandeza soberana, pero hay que pensar qué tristeza tendría la Reina cuando, al sentarse en su trono, se viera con la nariz más larga que una vara. Voy a ver qué dice y que decida ella si prefiere convertirse en una gran Princesa y conservar esa horrible nariz o quedarse de simple leñadora con la nariz corriente, como las demás personas, tal como la tenía antes de la desgracia. Al fin, la cosa bien examinada, aun sabiendo que el poder que proporciona el cetro y la corona y que cuando se está coronada siempre se tiene la nariz bien hecha, como no existe nada que posea la fuerza de agradar, ella prefirió conservar su cofia antes que hacerse Reina y ser fea. Así, pues, el leñador no cambió de estado, no se convirtió en un potentado, no llenó su bolsa de escudos, y fue feliz de emplear el deseo que le quedaba para volver a su mujer a su primitivo estado, débil felicidad, pobre recurso. Qué cierto es que los hombres miserables, ciegos, imprudentes y variables no deben formular deseo alguno, y qué pocos hay entre ellos que sean capaces de hacer buen uso de los dones que Dios les ha concedido...
La bella durmiente...
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